Decisiones tomadas sin consultar, interrupciones constantes al hablar, bromas sexistas disfrazadas de humor, descalificación de emociones como “exageradas” o “irracionales”, sobrecarga de tareas domésticas y de cuidado no reconocidas, expectativa de ser siempre
amables o estar disponibles, infantilización de opiniones profesionales, control del uso del tiempo, exigencias sobre la apariencia, (ropa o cuerpo).
Celos disfrazados de amor, revisión del teléfono o redes sociales sin consentimiento, aislamiento progresivo de redes de apoyo, chantaje emocional, uso del silencio como castigo, condicionamiento del afecto según la obediencia, presión e imposición de relaciones sexuales no deseadas pero esperadas dentro del vínculo.
La violencia de género no comienza con un golpe ni termina con una denuncia. Está en los silencios forzados, en las desigualdades normalizadas y en los sistemas que fallan en proteger a quienes más lo necesitan. Este artículo es una invitación a mirar de frente una de las problemáticas más arraigadas de nuestras sociedades, entender sus causas estructurales y pensar colectivamente cómo transformarlas. Porque el cambio empieza por reconocer lo que durante demasiado tiempo se ha querido invisibilizar y sigue promoviéndose.
La violencia de género no es una cuestión marginal ni una serie de hechos aislados. Es la expresión más brutal y persistente de un sistema de poder que, históricamente, ha legitimado la superioridad masculina y ha colocado a las mujeres en posiciones de subordinación. Su alta incidencia a nivel mundial no es casual ni culturalmente neutra: responde a estructuras profundamente arraigadas que han moldeado las relaciones sociales, políticas, económicas y simbólicas desde el origen de las civilizaciones.
Durante siglos, las sociedades han sido organizadas sobre la base de la desigualdad entre los géneros. Las mujeres han sido despojadas de su autonomía, silenciadas, utilizadas como objetos de intercambio, y forzadas a vivir bajo normas que perpetúan su dependencia y desvalorización. A esto se suma la complicidad —a veces por omisión, otras por acción directa— de los Estados, instituciones y sistemas legales que han fallado en garantizar su protección, justicia y reparación.
En muchos contextos, tradiciones y costumbres se han utilizado como escudos para justificar prácticas violentas. Como advierte Isobel Coleman, en diversos países la falta de políticas públicas eficaces, la desinformación estructural y la tolerancia institucional hacia el agresor permiten que la violencia continúe, incluso cuando se encuentra expresamente prohibida en leyes y tratados internacionales.
Desde mediados del siglo XX, los movimientos feministas, las organizaciones internacionales y la sociedad civil han trabajado incansablemente para visibilizar, denunciar y transformar esta realidad. Un punto de inflexión fue la Declaración sobre la Eliminación de la Violencia contra la Mujer de la ONU (1993), que definió este fenómeno como "todo acto de violencia basado en el género femenino que cause daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico a las mujeres", incluyendo amenazas, coacción o privación arbitraria de libertad, tanto en la esfera pública como privada.
No obstante, muchas de las estructuras que generan esta violencia como la jerarquía de género y los estereotipos no han sido realmente desmontadas. A pesar de reformas legales y declaraciones internacionales, las lógicas que sostienen la dominación masculina se reconfiguran, resisten y se reproducen, incluso en contextos que se autodenominan democráticos.
Frente a cada avance, ha existido también una reacción. Cuando las mujeres comienzan a ocupar espacios de poder, a organizarse, a alzar la voz, el sistema patriarcal responde: ya sea mediante la violencia física, sexual, económica o simbólica. Como indica García-Arroyo, el resentimiento social hacia el avance de los derechos de las mujeres se convierte en una fuerza reactiva que busca restituir los privilegios amenazados.
Uno de los grandes desafíos ha sido que muchas de las luchas por la igualdad han sido lideradas por sectores privilegiados. Esto ha provocado una falta de representación real de las mujeres más vulnerables, especialmente aquellas en condiciones de pobreza, aislamiento o violencia extrema, que a menudo ni siquiera pueden nombrar lo que viven como violencia. Para ellas, los matrimonios forzados, la prostitución, el abuso o el silencio impuesto no son excepciones, sino parte cotidiana de su existencia.
La violencia de género no responde únicamente a relaciones interpersonales de poder, sino que se sostiene en sistemas estructurales de desigualdad. Como explica Banerjee, no se limita al ámbito privado ni a situaciones de pareja; también se expresa en el espacio público, en las instituciones, en el trabajo, en los medios de comunicación y, de manera alarmante, en prácticas como la trata de personas, los matrimonios forzados o la violencia obstétrica.
Aunque los movimientos feministas han logrado avances significativos, la violencia persiste. La globalización, la digitalización y la visibilidad mediática han permitido que más mujeres denuncien, pero también han generado nuevas formas de exposición, revictimización y violencia. Y, pese a las reformas legales, muchas veces las leyes no se cumplen o tardan años en ejecutarse. Como demuestra la ejecución tardía de sentencias en casos de violencia extrema o el asesinato de mujeres que se atreven a denunciar, el sistema de justicia aún no garantiza protección efectiva.
Es fundamental entender que las leyes no son suficientes si no van acompañadas de un cambio cultural profundo. Como abogada internacionalista y defensora de los derechos humanos de las mujeres, sostengo que no importa cuántas leyes se dicten si no hay una formación ética y ciudadana desde las primeras etapas de la vida. La transformación debe empezar desde las familias, desde la educación, desde las relaciones cotidianas. Como lo expresó Engels, la subordinación de las mujeres ha sido una construcción histórica, comprenderla es esencial para desmontarla.
En Amarelille creemos que la erradicación de la violencia de género requiere una acción articulada, constante e interseccional. Requiere escuchar a quienes han sido históricamente silenciadas. Requiere revisar nuestras prácticas, nuestras palabras, nuestras normas. Requiere que hombres y mujeres trabajemos juntos para construir relaciones basadas en el respeto, la justicia y la igualdad.
Porque no se trata solo de castigar la violencia, sino de prevenirla. No se trata solo de proteger a las víctimas, sino de transformar los sistemas que las convierten en tales. No se trata solo de reparar, sino de garantizar que las futuras generaciones no hereden una cultura de agresión y desigualdad.
Porque cada voz que se alza, cada historia que se cuenta, cada denuncia que se acompaña, es un paso más hacia la igualdad. Desde Amarelille, seguimos trabajando para acompañar, asesorar y transformar porque creemos firmemente que, aunque el camino es complejo, el derecho a una vida libre de violencias es innegociable.
Si has sido o eres víctima de algún tipo de discriminación o violencia, escríbeme y con gusto te apoyaré, Amarelille te espera con los brazos abiertos...